Reflexiones para crecer

Madurar es un proceso, no un estado; jamás alcanzamos un "estado de maduración"... mucho menos al cumplir los 18 años. Tampoco nuestra adultez fisiológica mide el grado de madurez alcanzado. De niños, las imágenes que se nos brindan de la madurez son por un lado atractivas (la madurez significa poder, libertad, prestigio social, conocimiento... y por otro lado desalentadoras: rigidez, responsabilidades, cansancio de vivir). Si bien estas imágenes no son la realidad, para la mayoría esta es una realidad impuesta; es así como el proceso de maduración se nos vuelve equiparable a una serie de creencias y actitudes compartidas, muchas de las cuales resultan invalidantes en nuestra sociedad.

Pero aun en el medio más sano que pueda imaginarse, junto a los progresos y goces que trae consigo la madurez, siempre se producen pérdidas. Ante todo, está la pérdida de la familiaridad, que tendemos a equiparar con la seguridad. Por limitante y empobrecedora que sea una situación, al menos la sobrevivimos; y es muy tentador preferir la sartén a las llamas del fuego, la limitación conocida en la que hemos sobrevivido, y no la mezcla desconocida de amenazas y promesas (por dicho motivo, muchas personas aunque hayan sufrido mucho con el trato de sus padres o en su infancia, tienden a constituir hogares similares cuando son adultos).

De modo que una buena pregunta es ésta: ¿queremos realmente madurar? Tal vez desde el punto de vista físico no tengamos otra opción; el primer gran ejemplo es el feto, que simplemente se vuelve demasiado grande como para ser contenido en el útero; y nuestro proceso de crecimiento corporal continúa de manera inevitable (por más que algunos conserven un físico "infantil", correspondiente a su renuncia emocional a madurar). Sin embargo, en lo que atañe a los sentimientos y comportamientos, en cualquier punto de nuestro proceso de desarrollo podemos decidir detenernos, no atravesar el próximo portal... aparentemente se sigue viviendo, pero en un nivel más profundo, el ser se haya dicho a sí mismo "No", decidiendo preservar las actitudes y valores del pasado.

En la niñez, esta renuncia no puede ser, por supuesto, literal. Por ejemplo, no podemos pasarnos toda la vida alimentándonos a pecho. Lo que sí podemos es manifestar las actitudes propias del amamantamiento o de la mamadera, actitudes que en caso de mantenerse se tornan negativas y poco útiles. La verdadera dependencia pasa a ser un comportamiento parasitario, un eterno aferrarse a algo, como si el mundo estuviera en deuda con nosotros: nos debiera la vida.

Muy distinto es que cada etapa pueda ser el fundamento de la siguiente. Para seguir con el ejemplo de la lactancia, debemos poder confiar en la capacidad del mundo para nutrirnos; a la vez, el amamantamiento se funda en la seguridad profunda que otorgó la experiencia previa de ser nutrido en forma permanente a través del cordón umbilical. De una alimentación continua sin esfuerzo pasamos a una situación de dependencia de una fuente externa, confiable, a la que cada vez somos capaces de solicitarle activamente alimento. Así, por etapas, vamos alcanzando la situación adulta, en la que tenemos que generar nuestra propia alimentación. Si todo anduvo bien, por más que existan momentos difíciles (como los del destete o la adolescencia), el progreso será gradual y seguro.

La maduración no es algo que termine en la niñez; por supuesto, es más evidente e intensa en los primeros años, pero las oportunidades para crecer perduran a lo largo de toda nuestra existencia. En el plano físico, nuestro cuerpo sigue alterándose, y nosotros continuamos nuestro desarrollo emocional y mental. Enfrentamos nuevas situaciones que nos obligan a responder de otro modo, a reconsiderar lo que somos y revisar nuestra escala de valores. La forma en que aprovechemos estas oportunidades dependerá en gran medida de lo que haya sucedido en nuestra infancia, la verdad es que para la época en que alcanzamos la adultez física, la mayoría de nosotros hemos ya tomado ciertas decisiones básicas sobre lo que no habremos de cambiar. En algunos de los momentos de tránsito más decisivos de nuestra evolución, rechazamos lo nuevo en favor de lo viejo; y no porque sea eso lo que queramos o porque seamos incapaces de hacer otra cosa, sino porque el mundo no nos dio el apoyo necesario frente a esas situaciones exigentes y temibles.

Estas "decisiones de no cambiar" son las que crean las corazas y bloqueos emocionales. Una vez adoptadas, es difícil volver atrás, sobre todo porque, en general,no tenemos consciencia de ellas. Han quedado congeladas en la estructura básica de nuestro cuerpo/mente; secreta y tenazmente, conforman nuestra reacción ante cualquier situación nueva, estableciendo así un particular estilo de limitación de nuestra movilidad corporal y emocional. Por ejemplo, tal vez no podamos levantar bien en alto los brazos sobre la cabeza (somos incapaces de pedir socorro); o no podamos mantener alta la cabeza y proyectar el mentón hacia adelante (no nos atrevemos a desafiar la autoridad);o no podamos conservar el equilibrio en una sola pierna (nos sentimos inseguros, mal asentados en el mundo).

Los ejemplos son infinitos, pero, como veremos, tienden a agruparse para cada persona en una serie de pautas básicas, de estilos principales de defensa contra el mundo y contra los propios impulsos; y cada uno de éstos se relaciona con un momento de transición importante en el desarrollo del niño, en el cual tropezó y se tambaleó. Llamamos "carácter" al conjunto de estas pautas, a esas inflexibles estructuras protectoras que forman parte intrínseca de nuestro modo de ser en el mundo: el cuerpo/mente acorazado que la gente a menudo confunde con su ser real.

Lo irónico es que muchas actitudes que los adultos (físicamente hablando) presentan a los niños como ejemplo de "madurez" son, en verdad, piezas de la coraza del carácter. La cautela, el convencionalismo, la cortesía exagerada y otras pautas profundas habituales que, según se supone, indican "madurez", no son otra cosa que las primeras etapas de la muerte. Los chicos y jóvenes que instintivamente se dan cuenta de esto, suelen apartarse horrorizados de la fría rigidez de los adultos, y se recluyen en un nihilismo destructivo, como si dijeran: "¡Yo no quiero madurar nunca!"

El acorazamiento genera distintas pautas en cada individuo, que se inclina por ciertos estilos de expresión y de contención más que por otros. De un modo muy notorio y concreto, nuestra coraza expone la historia fosilizada de nuestro desarrollo: antiguos sentimientos convertidos en piedra, en una capa cristalizada tras otra, como los anillos de algún árbol prehistórico. Es posible devolver la vida de modo sistemático a esos sentimientos "fósiles", liberando la energía que quedó atrapada en el pasado durante el proceso de retenerlos.

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