El Quinto Estado de Consciencia: Consciencia Lúcida

 La mente asesina lo real. Y, hasta que el sincero buscador de la verdad no enfrenta y mata a su asesino, no puede recuperar la visión correcta de las cosas. La decidida adhesión a la verdad provoca su presencia y, ante ella, todas las cosas que nos atribulan en los sueños desaparecen inmediatamente. Cuando uno deja de escuchar el ruido de los otros detecta el sonido interior de la voz del silencio o voz de su conciencia, la cual se impone naturalmente sobre los demás ruidos.

Muchas personas se vendan los ojos con el pañuelo de la opinión ajena, esclavizándose a sus peculiares interpretaciones de la realidad que, por ser extrañas, no les permiten ver las cosas con sus propios ojos. Esta conformidad falsea de tal manera la conciencia del individuo que todo lo ve al revés, distinto a como es en realidad, o sea, distinto a como lo vería por sí mismo si no fuera influenciado por nada ni por nadie. Sólo el sol de la verdad capacita para ver la verdad, y, como cada alma es parte de la verdad –y, por tanto, auto-luminosa-, apenas consigue emanciparse de la influyente marea interpretativa de los otros, logra ver libremente las cosas por sí misma sin el menor esfuerzo. Si por nuestra disconformidad con el mundo éste nos azota con su desagrado, paciencia. Lo importante es no renunciar a la propia autonomía auto-consciente, ya que en ella reside la verdad que realmente precisamos.

 

Muchos creen que es demasiado arriesgado confiar en uno mismo (por aquello de que, padeciendo cuatro tipos de defectos –cometer errores, sentidos imperfectos, tendencia a engañar y sujeto a la ilusión–, el ser humano percibe distorsionadamente las cosas), pero eso es debido a que uno no es consciente de la real naturaleza de su espíritu, el cual, además de ser originalmente eterno y dichoso, es completamente sabio. Por tanto, si en vez de ceder al flagelo constrictivo y opresor de otras voces nos mantenemos fieles a la voz interior de la conciencia, con un poco de paciencia conseguiremos entender todo lo que ella nos dice y comprobaremos felizmente que, en esencia, sus pareceres no difieren de las autorizadas conclusiones védicas  y Taoístas.

 

Si uno consiguiera tomar total conciencia de sí mismo al menos durante un minuto, se convertiría en un Buda. Pero el olvido que uno tiene de sí mismo es tan enorme que no es capaz de recordarse de sí mismo ni siquiera durante sesenta segundos seguidos, ni diez, ni cinco, sin que algún pensamiento (elemento representativo de lo que otros piensan acerca de uno), perturbe su percatación. En esto consiste la oscuridad de la ignorancia. Mas si uno se recuerda de sí mismo, al instante recupera su consciencia de luz y se torna iluminado.

 

Por olvidarse de sí mismo, uno se hunde en la oscuridad, y por recordarse de sí mismo recupera su consciencia luminosa. En la oscuridad acostumbran a llegar ladrones de todo tipo, y maleantes sin escrúpulos que provocan todo tipo de conflictos e incidentes.

Ser consciente de uno mismo y confiar en uno mismo es la clave para que nada ni nadie nos impida ver las cosas como son. Si uno sólo trata de recordarse de sí mismo (de su real naturaleza sat cit ananda), mientras lo intenta logrará centrarse; su mente vagabunda se reorientará y dejará de fluctuar en diversas direcciones al mismo tiempo, como es habitual.

 

La mente distraída oscila como la llama de una vela movida por el viento, más cuando se vuelve atenta, o atentamente desatenta, consigue ser estable, y deja de provocar sombrajos ilusorios contribuyendo a que el ser consolide su natural presencia y consciencia luminosa. Mientras tanto, uno es como si no existiera, porque no puede gozar de su potencial esplendor total. Este proceso de conscienciación no requiere ninguna disciplina. Uno puede hacer lo que quiera, pero sin olvidar nunca su real identidad espiritual. De este modo perderá naturalmente el gusto por lo mundano y, si eventualmente se ve envuelto en actividades propias de la ignorancia, será consciente y no se dejará arrastrar –simplemente porque ya no le apetece la oscuridad ni le agrada lo sucio; ama la claridad y permanece instintivamente adherido a ella y a lo limpio.

 

Verbalizadas, estas actitudes pueden parecer confusas e incluso contraproducentes, pero lo realmente contraproducente es permanecer pasivos e indecisos mientras las fantasmagorías de la mente y de la vida nos reinventan abusivamente con sus horrores fatídicos y obsesiones  represivas.

 

Quien ama realmente la verdad medita siempre en la verdadera naturaleza de las cosas, con lo cual ésta se da a conocer directa o indirectamente. Directamente a través de inesperadas iluminaciones súbitas, e indirectamente a través del genuino conocimiento metafísico de fuentes fidedignas.

 

A medida que uno recupera la consciencia de sí mismo y fundamenta en ella sus acciones, se va dando cuenta de que muchas cosas se tornan imposibles. Cuando uno toma consciencia de sí mismo no puede hacer daño  a nadie porque cuanto más conoce uno su naturaleza profunda, más se reconoce en el otro y más se convence de que tiene que tratarlo sin violencia.

 

En el proceso de autorrealización, las disciplinas ayudan al principio, pero al final no resuelven nada por sí mismas. En cierto sentido sólo crean falsas expectativas. Por ejemplo, si uno se auto-impone la disciplina de no robar, continuará siendo ladrón de una manera más sutil, aun cuando a los ojos de los demás parezca reformado. La tendencia a robar no desaparece fácilmente con disciplina represiva sino con genuina comprensión de la verdad que, de por sí, ilumina la inteligencia espiritual y modifica la conciencia de los actos indebidos.

 

La mente centrada y despierta es naturalmente religiosa. Y sólo una mente religiosa puede ser verdaderamente revolucionaria. Una mente genuinamente religiosa no se deja impresionar por ideologías, dogmas, ni suposiciones de ninguna especie, sino que se interesa en los hechos (en lo que es), y en trascenderlos. La mayoría de las personas tenemos la conciencia condicionada por la mala educación; por diversos estados mentales (reflejos condicionados heredados o adquiridos); y por contradicciones y conflictos causados por la polarización de los opuestos: eso es lo que somos mientras no tomamos consciencia de nuestra verdadera mismidad.

 

¿De qué manera es posible producir un estado de consciencia lúcida que permita darnos cuenta de lo que realmente está sucediendo en nuestro interior, sin prejuicios ni suposiciones neuróticas de ninguna clase? ¿Cómo percatarnos de lo que somos y de lo que nos ocurre, sin recurrir a la opinión de otro ni a las apresuradas suposiciones de la propia mente, sino descubriendo la raíz natural de todo pensamiento o sentimiento involucrado en nuestro comportamiento activo o pasivo?

 

En principio, el proceso analítico, además de implicar demasiado tiempo, también implica un analizador condicionado, y por tanto no lleva a ninguna parte. Más apropiado es el proceso de auto-indagación –centrado en despejar incógnitas respecto de lo que somos y no somos. Esta atenta forma de mirar hacia dentro revela todo el contenido de nuestro condicionamiento. Primero vemos toda una vasta variedad de miedos, agresividad, brutalidad, soledad, violencia, desamor, muerte y un largo etcétera de reflejos condicionados con los que nos identificamos, y luego nuestra atención se centra en la causa que motiva todo esto, y descubrimos la presencia de voluntades y patrones de conducta ajenos a nuestras reales intenciones. A medida que indagamos, aun siendo imperfectos y sujetos a la ilusión, la certeza de ser distintos de las imperfecciones que vamos encontrando se va consolidando hasta concretar finalmente su auténtico perfil. Y, en la manera que la conciencia de lo distinto aumenta, las certezas y el sentido de responsabilidad también aumentan. A partir de aquí, una honda lucidez revolucionaria se apodera de uno haciendo posible lo “aparentemente” imposible: activar las propias potencialidades, con lo cual, además de saber quienes somos y aceptarnos como somos, desarrollamos la sabiduría innata que nos permite ver las cosas en su justa perspectiva, es decir, en la justa medida de su real significación y trascendencia.

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