Autoestima y educación


Como ha escrito Miguel Angel Martí, a veces parece como si sólo existieran dos
tipos de personas. Unas que se sobrevaloran, cayendo así en actitudes más o
menos engreídas o prepotentes. Y otras -que son quizá las menos-, que se
infravaloran, que únicamente son capaces de ver en su personalidad los aspectos
negativos y las deficiencias. Y su relación con ellos mismos es intrapunitiva,
se sienten culpables de todos sus fracasos, aunque éstos se deban a factores
externos, y esto les lleva a una cruel inseguridad, y a valorar siempre más la
opinión de los otros que la suya propia. Son personas que, en casos extremos,
pueden terminar necesitando ayuda médica para entablar con los demás unas
relaciones de igualdad y sentir un mínimo de afecto por ellas mismas.

La falta de autoestima, además, suele conducir a un círculo vicioso de actitudes
mentales negativas. Puede comenzar pensando, por ejemplo, que no será capaz de
alcanzar una meta que se ha propuesto, porque tiene la impresión de que rara vez
logra lo que se propone. Se encamina hacia ella con talante gris y mortecino,
tarde y sin entusiasmo, con más miedo al fracaso que afán de lograr el éxito. Si
luego las cosas no salen -y no suelen salir cuando se acometen así-, la
experiencia, una vez más, vuelve a reforzar el juicio negativo anterior: de
nuevo se ha demostrado que no valgo, que he fallado y que seguiré igual en el
futuro.

Un correcto sentido de autoestima debe estar presente en todo proceso educativo,
tanto familiar como escolar, y resulta fundamental para la propia maduración
psicológica y para formar el carácter. Cuando la persona aprende a respetarse a
sí misma, y a no compararse dañosa e inútilmente con los demás, tiene entonces
mayor facilidad para tomar conciencia de su propia singularidad y dignidad. Es
decisivo comprender que cada ser humano posee unas virtualidades propias que
sólo él mismo -con la ayuda que sea necesaria- puede llegar a hacer rendir,
proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenarán de
contenido su existencia.

El fomento de la autoestima no debe llevar, bajo ningún concepto, a promover un
modelo de personalidad narcisista. La autoestima es un sensato y equilibrado
afecto por uno mismo, que no tiene por qué conducir al egoísmo ni a la vanidad.
La autoestima es respeto a la propia persona, convicción de que cada uno es
portador de una alta dignidad como hombre, comprensión profunda de que cada ser
humano es irrepetible, llamado a realizar en el mundo una tarea que dará sentido
a su vida y que nadie puede hacer por él.

¿Son compatibles autoestima y humildad? Para muchas personas parecen valores
difíciles de conciliar, quizá porque en su interior piensan que la humildad es
algo tan simple como tener una mala opinión acerca de los propios valores y
talentos. Pero la verdadera humildad no es eso, ni es tampoco una absurda
simulación de falta de cualidades, pues la humildad no puede violentar la
verdad, no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida al
conocimiento propio, a la sinceridad, la sencillez y la naturalidad.

Muchos afirman que las personas de mucho talento tienen más fácil caer en la
vanidad o la egolatría. Sin embargo, tengo la impresión de que las actitudes
vanidosas o ególatras no son cuestión de mucho o poco talento, sino que son más
bien un problema de virtud, de educación, de sentido común. Es más, podría
incluso decirse que las actitudes engreídas revelan, en cierta manera, poca
cabeza: porque todo ese tórrido presumir de talentos que uno ha recibido sin
ningún mérito propio es bastante ridículo y carente de sentido, y quizá venga a
demostrar más bien que todo ese supuesto talento es bastante escaso.

Tal vez el hecho de que en el mundo abunden los ególatras sea la causa de que se
insista tan poco desde los distintos ámbitos de la educación en la necesidad que
tiene el hombre de ser educado en un sensato principio de autoestima.

Autoestima y estado de ánimo

Cuando alguien se encuentra desanimado, se ve peor a sí mismo, y eso suele
llevarle a un menor aprecio hacia sí mismo. Autoestima y estado de ánimo suelen
ascender o descender de modo paralelo.

Una autoestima demasiado baja suele generar actitudes de frecuente desánimo, de
no atreverse a casi nada, de desarrollar poco las propias capacidades y ver casi
todo como inasequible. Con esa actitud, la derrota viene dada de antemano, antes
de entrar en batalla, por esa injustificada infravaloración de uno mismo.

Cuando esa baja autoestima ha arraigado de modo profundo en una persona, hacerle
comprender su error no será tarea fácil. Les cuesta mucho admitir cualquier
valoración positiva de uno mismo, y cuando otras personas intentan hacérselo
ver, con frecuencia lo interpreta como halagos infundados, simples cumplidos de
cortesía, o bien como un ingenuo desconocimiento de la realidad, o incluso un
intento de tomarle el pelo.

¿Es bueno entonces tener una alta autoestima, cuanta más mejor? Sí, si se
enfocan bien las cosas. Pero si tener una alta autoestima lleva a pensar sólo en
uno mismo, a valorarse más de lo que se vale, o a un exceso de comprensión con
uno mismo, a ser egoísta y engreído, etc., es evidente que eso sería malo. En
ese sentido, podría decirse que tanto la baja autoestima como la excesivamente
alta son destructivas para la personalidad y psicológicamente insanas.

Los sentimientos de culpa, o de vergüenza, o de insatisfacción ante algo que
hemos hecho o dejado de hacer, no son sentimientos buenos ni malos de por sí. A
veces serán muy necesarios, puesto que habrá cosas que haremos mal y de las que
es bueno que nos sintamos culpables y avergonzados; otras veces serán
inadecuados, porque nos atormentan de modo patológico y tienen un efecto
destructivo y contraproducente. Se trata de sentimientos que, como todos, deben
tener medida y adecuación a su causa.

A medida que una persona va madurando y adquiriendo solidez, su nivel de
autoestima se irá haciendo más estable, gracias a un mejor conocimiento de sí
misma y a poseer criterios más sólidos a la hora de encontrar motivos de propia
estimación. Ya no es tan fácil que una opinión favorable o desfavorable, o un
sencillo acierto o error, una buena o mala noticia, ocasionen fuertes
oscilaciones en su estado de ánimo o su autoestima.

También es importante aceptar con el modelo de vida a que uno aspira. Por
ejemplo, el éxito social o profesional no bastan para garantizar la autoestima;
si ciframos el ideal de persona valiosa y respetable en ser capaz de alcanzar
grandes resultados económicos o de reconocimiento social, dejando al margen
otros criterios más sólidos, es fácil que las cosas no nos vayan bien, tanto si
conseguimos esos logros como si no. De hecho, hay una constante comprobación de
que si los modelos de éxito se reducen a sólo una parte de la vida y no a su
conjunto, al final no se quedan satisfechos de esos éxitos ni siquiera los pocos
que llegan a conseguirlos.

Está claro que tampoco se trata de rebajar los ideales para evitar las
decepciones. Sería un camino fácil y equivocado. Es la estrategia del
escepticismo vital, en la que se apagan los sentimientos de sana emulación y se
enaltece, por el contrario, la falta de ideales y la mediocridad. Rebajar los
ideales y decir que todo da igual, o que hoy día todo el mundo va a lo suyo y ya
está, son actitudes que no conducen a nada bueno.

Autoestima y afán por mejorar

Es preciso proponerse aspiraciones e ideales altos, pero hay que hacerlo sobre
una escala de valores y de expectativas acertada. Y una buena forma de progresar
en autoestima es avanzar en la propia mejora personal. El hombre puede y debe
aspirar a mejorar cada día a lo largo de su vida. Se trata de una tarea que
siempre produce grandes satisfacciones, y que, en cierta manera, llenará de
sentido nuestra existencia.

Nunca se llegará a ser perfecto, es verdad, y por eso no debe confundirse el
ideal de buscar la propia mejora con un enfermizo afán perfeccionista. Querer
aproximarse lo más posible a un ideal de perfección es muy diferente del
perfeccionismo, o de embarcarse en la utópica pretensión de llegar a no tener
defecto alguno (o la más peligrosa aún, de querer que los demás tampoco los
tengan).

El hombre ha de enfrentarse a sus defectos de modo inteligente, aprendiendo de
cada error, procurando evitar que sucedan de nuevo, conociendo sus limitaciones
-sin miedo a mirarlas de frente- para evitar exponerse innecesariamente a
ocasiones que superen nuestra resistencia. Así, además, comprenderá mejor los
defectos de los demás y sabrá ayudarles de modo eficaz.

La tarea de mejorarse a uno mismo no debe afrontarse como algo crispado,
angustioso o estresante. Ha de ser un empeño continuo, que se aborda en el día a
día con ánimo sereno, de modo cordial y con espíritu deportivo, sabiendo las
dificultades con las que nos enfrentaremos y la importancia radical de la
constancia en ese propósito.

En las dos o tres últimas décadas, la enseñanza básica de muchos países
occidentales se ha esforzado por fortalecer la autoestima de los alumnos
prodigando alabanzas incluso cuando los resultados eran desoladores. Se trataba,
ante todo, de no desanimar. La idea era que, educando así, esas personas
tendrían en el futuro muchos menos problemas, porque su elevada autoestima les
impediría tener un comportamiento antisocial.

Los resultados -la terca realidad- está haciendo que sean cada vez son más los
especialistas que dudan seriamente de que ése sea un buen método pedagógico, y
piensan que esa falsa autoestima puede causar mucho daño. Si se pone tanto
empeño en no culpabilizar a nadie y en defender cualquier opción, el resultado
es que esas personas acaban parapetándose tras sus opiniones y sus actos y se
hacen impermeables al consejo y a cualquier crítica constructiva, puesto que
toda observación que no sea de alabanza se recibe negativamente.

La conclusión parece clara: el exceso de autoindulgencia, el alabarlo todo, o
relativizarlo todo, conduce a más patologías de las que evita. Decir a los hijos
o a los alumnos que todo lo que hacen está bien, o que hagan lo que les parezca
mientras lo hagan con convicción, o cosas por el estilo, acaba por dejarles en
una posición muy vulnerable. Esas personas se sentirán tremendamente defraudadas
cuando al final choquen con la dura realidad de la vida.

Como ha señalado Laura Schlessinger, es mejor basar la autoestima en logros
reales. En pensar y servir a los demás, en hacer cosas que les lleven a sentirse
útiles. No se trata de hacer cavar zanjas, alabar ese trabajo, y luego volver a
taparlas. Se trata de avanzar en el camino de la virtud, dejar de lamentarse
tanto de los propios problemas y tomar ocasión de ellos para forjar el propio
carácter. Si se enseña a los niños a esforzarse por conseguir virtudes, la
autoestima vendrá sola. Y si no se logra, al menos estarán viviendo en el mundo
real.

Sentimientos de inferioridad

Como ha señalado Javier de las Heras, el sentimiento de inferioridad se debe a
la existencia de un defecto que se vive como algo vergonzoso, humillante,
indigno de uno mismo e inaceptable. En no pocos casos, además, se trata sólo de
un presunto defecto, ya que, cuando se conoce y se analiza con un mínimo de
objetividad, se comprueba que no hay motivos de peso para considerarlo tal, o
que, en cualquier caso, se le está dando una importancia subjetiva desmesurada.

Lo habitual es que todo esto se lleve en el secreto de la propia intimidad, y
que tenga una importante carga subjetiva. Son evidencias interiores que muchas
veces no resultan nada previsibles ni evidentes desde el exterior, pero que
suelen constituir un intenso y profundo motivo de desasosiego y condicionar
bastante la personalidad y el comportamiento de quien las sufre.

Lo sorprendente es que hay gente muy valiosa que también sufre sentimientos de
inferioridad. La fuerte carga subjetiva de esos sentimientos hace que, en
efecto, se produzcan situaciones bastante sorprendentes. No es extraño, por
ejemplo, que una persona que posea unas cualidades muy superiores a la media de
quienes le rodean esté fuertemente condicionada por un sentimiento de
inferioridad proveniente de cualquier sencilla cuestión de poca importancia.

Las épocas más proclives para esas impresiones son el final de la infancia y
todo el periodo de la adolescencia. Por eso es importante en esas edades
ayudarles a ser personas seguras y con confianza en sí mismas.

Por otra parte, muchos autores aseguran que los sentimientos de superioridad
suelen tener su origen en un intento de compensar otros sentimientos de
inferioridad firmemente arraigados. Esos procesos suelen provocar actitudes
presuntuosas, arrogantes e inflexibles, de personas envanecidas que tienden a
tratar a los demás con poca consideración, y que si a veces se muestran más
tolerantes o benevolentes, es siempre con un trasfondo paternalista, como si
quisieran destacar aún más su poco elegante actitud de superioridad.

Son personas a las que gusta darse importancia, y que exageran sus méritos y
capacidades siempre que pueden; que siempre encuentran el modo de hablar,
incluso a veces con aparente modestia, de manera que susciten -eso piensan
ellos- admiración y deslumbramiento. Suelen ser bastante sensibles al halago, y
por eso son presa fácil de los aduladores. Fingen despreciar las críticas, pero
en realidad las analizan atentamente, y esperan rencorosamente la ocasión de
vengarse. Están siempre pendientes de su imagen, muchas veces profundamente
inauténtica, y con frecuencia recurren a defender ideas excéntricas, o a llevar
un aspecto exterior peculiar y extravagante, con objeto de aparecer como persona
original o con rasgos de genialidad. Buscan el modo de sorprender, para obtener
así en otros algún eco que les confirme en su intento de convencerse de su
identidad idealizada: por el camino de la inferioridad, acaban en el narcisismo
más frustrante.

Perdonarse a uno mismo

Todos sabemos que, muchas veces, perdonar es difícil. Pero quizá para algunos
sea especialmente difícil perdonarse a uno mismo. Y están tristes porque no se
perdonan sus propios fracasos, porque alimentan sus errores dándoles vueltas en
su memoria, porque parece que se empeñan en mantener abiertas sus propias
heridas. Son como cadenas que se ponen a sí mismos, cárceles en las que se
encierran voluntariamente.

A lo mejor están tristes y sienten dentro del corazón como una especie de
lanzada que les amarga la existencia, porque cargan con una responsabilidad que
no les corresponde, por un fracaso que no es suyo, al menos en su totalidad.

Sucede a veces, por ejemplo, con la educación de los hijos. Unas veces se falla
porque se hace mal, otras porque hay circunstancias ajenas que lo estropean sin
culpa de los padres, y otras simplemente porque los hijos son libres. En
cualquier caso, la solución nunca es dejarse consumir por la tristeza, sino
rectificar en lo posible el rumbo, procurar aprender, intentar recuperar el
terreno que se haya perdido, mirar al futuro con esperanza.

La falta de perdón para uno mismo suele generar tristeza, y una y otra tienen su
origen en el orgullo. Y así como el orgullo del que es simplemente vanidoso, o
de quien está pagado de sí mismo, es el más corriente y menos peligroso; en
cambio, pasarse la vida dando vueltas a los propios errores suele ser señal de
un orgullo más refinado y destructivo.

Es preciso aprender a aceptarse serenamente a uno mismo. Aceptarse, que nada
tiene que ver con una claudicación en la inevitable lucha que siempre acompaña a
toda vida bien planteada, sino que es encontrar un sensato equilibrio entre
exigirse y comprenderse a uno mismo.

Conociéndose un poco es fácil saber cómo hacer frente a esos desánimos que
acompañan a los propios errores y fracasos. Son instantes de hundimiento y de
desazón, bajones de ánimo que pretenden ganarnos la partida de la vida.

Conviene pararse a pensar en las razones que los producen. A veces nos
avergonzará ver cómo pueden desanimarnos contratiempos tan tontos; cómo cosas de
tan poca importancia pueden hacernos pasar de la euforia al abatimiento, o
viceversa, de forma tan rápida. Para superarlos, conviene hacer un esfuerzo de
reflexión, un serio intento para ser objetivo, para ver cómo alejar esas sombras
de pesimismo que asaltan inadvertidamente a todos y que tantas veces no dejan
ver la cara soleada de la vida.

¿Falta de dotes naturales?

«Veo que lo que yo tardo una tarde entera en estudiar y luego apenas me acuerdo,
mi compañera lo estudia en una hora... -decía con pesimismo Alicia, una
atribulada estudiante de dieciséis años.

»Yo me paso encerrada todo el fin de semana estudiando, y ella, en cambio, no da
ni golpe y saca luego mejor nota.

»Y estamos las dos igual de distraídas en clase, nos pregunta la profesora, y
ella con dos ideas que recuerda le sale una respuesta convincente, y yo, en
cambio, me quedo sin saber qué decir.

»Cuando pienso en esto y me dedico a compararme, a veces me pongo muy triste al
ver que todas me aventajan y que es algo que nunca podré evitar, porque no puedo
hacer nada por remediarlo...»

Las personas que, como Alicia, sufren con esta preocupación, deben convencerse
de que no es verdad que estén en todo en inferioridad de condiciones, ni que lo
suyo no tenga remedio. Que la naturaleza suele otorgar sus dones de forma más
repartida de lo que parece. Y que otras personas con limitaciones superiores a
las suyas han triunfado en la vida y han sido muy felices.

Para empezar, es probable que se esté lamentando de unas limitaciones que no
tienen la trascendencia que ella le da.

Quizá también se olvida Alicia de otras muchas cualidades que posee, y que quizá
no brillen tanto y por eso apenas las ha advertido, pero que probablemente sean
más importantes que esas otras que le deslumbran en los demás.

Ciertamente quizá otros tengan más simpatía, más gracia, más habilidad en lo que
sea, mejor aspecto, más medios económicos o -en apariencia- más suerte y éxito
en la vida. Pero eso no es lo fundamental. Son más importantes otras cosas que
quizá llaman menos la atención. Y tantas veces, además, el que tiene menos
talentos pero se esfuerza por hacerlos rendir, aunque le parezcan escasos, acaba
finalmente por superar a otros mucho más capacitados.

No es buena filosofía contemplar la vida en condicional, como lo que habría
podido ser si fuéramos de otra manera o tuviéramos otras dotes o hubiéramos
actuado de distinto modo. Se puede y se debe vivir la propia vida aceptándola
como es.

Y si nos faltan medios o talentos, habrá que sacar rendimiento a lo que se tiene
y dejarse de vivir entre fantasías.

Un chico o una chica inteligente debe sacar partido a su inteligencia y dejar de
lamentarse de no lograr triunfar en los deportes, en las relaciones públicas y
en el arte a la vez. Y un chico o una chica un poco feos o no muy listos,
difícilmente llegarán a ser muy guapos o muy inteligentes, pero pueden ser
simpáticos, agradables, buenos profesionales y hombres o mujeres excelentes. Lo
mejor es ser el que somos y procurar ser cada día un poco mejor.

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